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Cada vez que salía embarazada, mi suegra se encargaba de rezarles a todos los santos para que la criatura no fuera hembra, pues según ella, las mujeres solo venimos a esta vida a pasar necesidades y a sufrir. Por supuesto que siempre la rebatía y me mortificaba sobremanera pues entendía que de alguna u otra forma, ella se encargaría de inculcarles eso a mis hijas.

Con el embarazo se me olvidaba ese asunto, pero creo que mi subconsciente guardaba esa memoria y traté (quizás como mecanismo de defensa) de compartir con mis dos hijas todos los elementos de feminidad posibles, de acuerdo a sus edades. Por ejemplo: luego de cenar, inventábamos historias en las que yo era una gran princesa y que debía asistir a un baile, por tanto, tenía que arreglarme para verme bonita. Allí ellas me preguntaban qué tipo de ropa iba a usar, de qué color, y en función de eso, comenzaban a “maquillarme” (la palabra correcta sería “embarrarme” de labial, sombras, coloretes). El peinado era de las cosas más creativas para ellas, pues tengo el cabello corto y es un verdadero reto que quede diferente en cada ocasión.

Mi esposo ha compartido siempre mi rechazo a aquello que decía mi suegra y tenía en mente (también para reafirmar el gran regalo que es la feminidad) que cuando tuvieran su primera menstruación daría una fiesta para toda la familia. ¿Se imaginan? Claro, que con los complejos de la adolescencia, esa idea quedó reducida a una acción de gracias en un almuerzo familiar, pero no se dejó pasar por alto.

El punto fundamental es, madres de niñas y jovencitas, que inculquemos en nuestras hijas el respeto, la admiración y sobre todo, el disfrute de nuestra feminidad. Es un regalo de Dios, de los más especiales. Dice Martín Valverde que solo un necio no puede darse cuenta de que cuando Dios hizo a la mujer no fue porque era lo último que le quedaba por hacer, sino porque era la obra cumbre de la creación. Inculcarles que siempre se ven lindas, que siempre deben ir arregladas (sin importar la clase social a la que se pertenezca), inculcarles que la vida está en ellas y ellas son el instrumento de Dios para la fecundidad. Inculcarles que el hombre es un compañero, no un enemigo, y que en la medida en que ellas se respeten como mujeres, encontrarán hombres que sean dignos de ellas y ellas de él. Inculcarles, en fin, a vivir su sexo a plenitud, con orgullo y sin prejuicios.

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