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Nos pasamos la vida comparando a nuestros hijos con los hijos de los demás. Queremos que sean

los mejores y así debe ser. Pero pasarles a ellos la idea de que tienen que serlo, puede ser frustrante.

El problema es que cuando los comparamos, tomamos ejemplos de varios niños o adultos cuando eran niños. Si queremos un buen jugador de golf como hijo, le decimos lo que hacía Tiger Woods cuando era un niño. Si tiene una buena nota, le preguntamos por el resultado de los demás. Y así con cada área de sus vidas. Queremos que ese niño tenga lo mejor de todo lo que podemos unir en nuestra cabeza. O sea, un humano más que perfecto… que dicho sea de paso aún no existe.

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¿Y ellos? ¿Qué quieren de nosotros? Si tenemos el derecho a pedir “nuestro” niño perfecto: ¿Tienen derecho ellos a solicitar “su” padre perfecto? Pongo algunas palabras entre comillas porque lo que es perfecto para uno no lo es para otros. Es difícil ser el padre que siempre está en los juegos de fútbol y las presentaciones del ballet, pero a su vez es dueño de una gran empresa y tiene casas y vehículos de lujo.

Es difícil ser un astro del golf profesional y estar en casa todos los días. ¿Somos igual con nuestros hijos? Digo: ¿estamos exigiendo sólo por lo que no tienen? ¿Podemos pulir más sus fortalezas? Encontrar el equilibrio es lo más importante. La familia y la carrera están en nuestras vidas. Los momentos con los hijos son restringidos y se marchan más rápido de lo que pensamos.
A los dos años requieren una cosa y a los catorce otra. Cada etapa hay que vivirla a su tiempo.

Si comparamos a nuestros hijos con otros niños, tenemos que aceptar ser comparados con otros adultos. Le aseguro que es más difícil ser el padre perfecto que aceptar al hijo que no será perfecto.